Una mañana, el oso blanco del Polo Norte olfateó en el aire un olor insólito y se lo hizo notar a la osa mayor, la menor era su hija.
— ¿Habrá llegado alguna expedición?
Pero en cambio fueron los ositos quienes encontraron una violeta. Era una pequeña violeta de color violeta y temblaba de frío, más continuaba perfumando al aire animosamente, porque este era su deber.
— Mamá, papá — gritaron los ositos.
— Ya dije yo enseguida que aquí había algo raro — hizo observar inmediatamente el oso blanco a su familia —. Y según me parece no es un pez.
— Seguro que no — dijo la osa mayor —. Pero tampoco es un pájaro.
— También tú tienes razón — dijo el oso después de haberlo pensado un buen rato.
Antes del atardecer, la noticia se había difundido por todo el Polo. Un pequeño y extraño ser perfumado, de color violeta, había aparecido en el desierto de hielo. Se sostenía sobre una sola pierna y no se movía.
Llegaron focas y morsas para ver la violeta, de Siberia llegaron los renos, de América los almizcleros y de más lejos todavía: zorras blancas, lobos y urracas marinas. Todos admiraban a la flor desconocida, su tallo tembloroso. Todos aspiraban su perfume, pero siempre quedaba el suficiente para quienes llegaban los últimos a oler. Siempre quedaba el mismo que antes.
— Para despedir tanto perfume — dijo una foca — debe tener una reserva bajo el hielo.
— Eso es lo que yo dije enseguida — exclamó el oso blanco —. Dije que había algo debajo.
No había dicho eso exactamente, pero ya nadie se acordaba de ello.
Una gaviota que había sido mandada del Sur en busca de información, regresó con la noticia de que el pequeño ser perfumado se llamaba violeta, y en algunos países de por allá, las había a millones.
— Sabemos lo mismo que antes — observó la foca. — ¿Cómo ha llegado hasta aquí precisamente esta violeta? Os diré lo que pienso, estoy bastante perpleja.
— ¿Cómo ha dicho que está? — preguntó el oso blanco a su mujer.
— Perpleja, es decir, que no sabe a qué atenerse.
— Eso — exclamó el oso blanco —, exactamente es lo que me sucede a mí.
Aquella noche un terrible temblor recorrió todo el Polo, los hielos eternos temblaban como cristales y se resquebrajaron por varias partes. La violeta despidió un perfume más intenso, como si hubiera decidido derretir de golpe el inmenso desierto helado, para transformarlo en un más azul y caliente o en un prado de terciopelo verde. El esfuerzo la agotó. Al amanecer la vieron marchitarse, doblarse sobre su tallo, perder el color y la vida.
Traducido a nuestras palabras y a nuestro idioma, su último pensamiento debió ser más o menos este:
“Sí, me estoy muriendo, pero era necesario que alguien empezase, un día las violetas llegarán hasta aquí a millones, los hielos se derretirán y aquí habrá islas, casas y niños”.
Gianni Rodari
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