14 mar 2015

En SILENCIO nadie se entiende

Marcos siempre había sido un niño muy curioso. Ya desde pequeño, lo que más le gustaba era bajar a la calle a explorar. Podía pasarse horas y horas recorriendo todos los rincones de su pequeño pueblo, y lo más divertido era que siempre descubría algún detalle nuevo que no había visto antes.

La historia que quiero contarte sucedió una tarde de primavera. Y bueno, la verdad es que Marcos no estaba haciendo nada especial esa tarde. Al fin y al cabo era un niño de diez años bastante normal; tampoco es que estuviera viviendo aventuras interesantes a todas horas… eso sólo pasaba en los videojuegos.

Esa tarde de primavera, Marcos estaba en su habitación haciendo deberes de matemáticas. Estaba muy concentrado: ¡Cuarto de primaria ya no era ninguna tontería!

Frente a su escritorio había una ventana que daba a la calle; desde allí podía ver a la gente y a los coches pasar. Justo cuando levantó la mirada para repasar mentalmente la tabla del 8, vio algo que le llamó tanto la atención que le sacó completamente de sus pensamientos…

Se quedó mirando fijamente lo que le había sorprendido al otro lado de la ventana: era una niña de su edad, sentada en el bordillo de la acera, con una bicicleta morada apoyada a su lado. Estaba sola, con la mirada perdida, como pensativa. A Marcos le extrañó muchísimo no haberla visto nunca antes, ya que vivía en pueblo muy pequeño y conocía a todos los niños de su edad, por lo menos de vista.

¿Qué hacía allí esa niña sola? Marcos no pudo resistir su curiosidad, y decidió bajar a la calle a hablar con ella.

—¡Hola! Soy Marcos. ¿Cómo te llamas? Nunca te he visto por el pueblo, y eso es muy raro, conozco a casi todo el mundo…

Aunque ella parecía desconfiada, al final le contestó.

—Hola… me llamo Sara. No soy de aquí, vengo de otro pueblo que está un poco lejos; he venido con mi bicicleta. Ahora he parado un rato para descansar.

—¡Ah! Vale, ahora lo entiendo. ¿Y de qué pueblo eres?

—Soy de Silencio—, contestó Sara.

—¿De Silencio? ¡Qué nombre tan raro para un pueblo, me hace gracia! Nunca lo había oído nombrar.

Se quedaron un momento sin hablar, y la curiosidad de Marcos por esa niña iba creciendo y creciendo, tanto que hasta le picaba el estómago. Al final le preguntó:

—Oye… ¿y por qué estás sola? ¿Dónde están tus amigos?

—Bueno, yo ya no tengo amigos. En mi pueblo casi nadie tiene amigos; casi siempre estamos solos. Los amigos sólo sirven para hacerte enfadar-. Sara se paró un momento para pensar, y después siguió hablando—. Yo tenía dos amigas; éramos muy buenas amigas, pero me enfadé con ellas porque un día bajaron a jugar sin mí y no me avisaron. Me enfadé mucho y ya no he vuelto a ir con ellas.

—¿Pero por qué no te avisaron? —le preguntó Marcos.

—¡Uy, no lo sé! ¿Cómo iba a saberlo? ¡Ya me gustaría!

—Pero ¿se lo has preguntado a ellas?

Sara se quedó totalmente sorprendida.

—No, ¡claro que no! ¿Cómo iba a preguntárselo? —exclamó ella, extrañada.

—¡Pues no es tan difícil! —dijo Marcos, intentando ayudarla—. Te acercas a ellas en cualquier momento, cuando las veas, y les preguntas por qué no te avisaron. Les dices que te molestó mucho, y lo entenderán. A lo mejor tienen una buena excusa y te la pueden explicar.

—Hablas muy raro… —Sara estaba frunciendo el ceño, confundida con lo que ese niño, que había aparecido de repente de la nada, le decía—. Las cosas no son tan fáciles, ¿sabes? Tú no lo entiendes porque eres de aquí. Si vinieras a Silencio, lo entenderías.

La curiosidad de Marcos cada vez le picaba más y más… ¡le picaba demasiado! De hecho, hasta se rascó la barriga, pero no le sirvió de nada. Quería conocer Silencio: ¡Tenía que conocer Silencio! Si todos los niños de ese pueblo eran tan raros como Sara, tenía entretenimiento asegurado. ¡Se acabó, ya no podía aguantar más!

—Sara, ¡llévame a conocer Silencio!

Y así lo hicieron. Sara montó a Marcos en la parte de atrás de su bici, y pedaleó, y pedaleó… hasta que llegaron a Silencio. A primera vista parecía un pueblo muy normal, como cualquier otro. Pero lo que no era muy normal eran sus habitantes. Casi todos iban solos, serios y callados. No había grupos de niños jugando en la calle ni tampoco jóvenes riendo en grupitos. Marcos vio a dos conductores fuera de sus coches, peleándose, a punto de empezar a pegarse. Un matrimonio paseaba con su bebé, pero no conversaban; los dos tenían las caras largas y venían mirando sus teléfonos móviles, cada uno el suyo.

—¿Qué pasa en este sitio, Sara? —, le preguntó Marcos a su nueva amiga—. La gente parece infeliz en este pueblo. Veo muchas caras serias, otras de enfado… Todo el mundo está callado…

—Silencio es así —contestó ella—. Al principio te resultará raro, pero luego te acostumbrarás. En este pueblo está mal visto hablar de uno mismo, de cómo te sientes, de lo que estás pensando, de si algo te parece bien o te parece mal… Nunca damos nuestra opinión sobre nada. Desde pequeños nos enseñan en el cole que, si tienes un problema con alguien y estás enfadado, te lo tienes que callar para evitar discutir. Aunque… a veces la gente no se puede aguantar el enfado y se vuelve agresiva, y acaban portándose mal con los demás.

Marcos estaba confundido. Ese pueblo, Silencio, era muy raro, y muy triste... Comenzó a sentirse un poco triste él también. Se sentó en el escalón de un portal, al lado de Sara. Entonces, la niña sacó algo de su bolsillo, y lo retuvo dentro de su mano. Luego la abrió, para enseñarle a Marcos lo que guardaba.

Era un audífono, ese pequeño aparato que se ponen algunos abuelos en las orejas cuando ya son mayores y sus oídos, de tanto que han trabajado durante su larga vida, se encuentran cansados y ya no oyen bien. El audífono ayuda a las personas mayores a oír mucho mejor.

—Mira, Marcos—, explicó Sara—, ¿sabes lo que es? Es un audífono; era de mi abuelo. Él me lo regaló. Me dijo que es un audífono especial, es… mágico. Me contó que funciona tan bien, tan bien… que, si te lo pones, llegas a oír hasta los pensamientos de las personas de este pueblo. Nunca me he atrevido a probarlo… pero siempre lo llevo encima, por si en algún momento lo necesito.

Y bueno, ¿ya habíamos dicho que Marcos era muy curioso, verdad? Tardó menos de dos segundos en decirle a Sara que quería probarlo. Estaba entusiasmado. Se colocó el audífono en la oreja… Y se empezó a sentir muy raro, ¡parecía que funcionaba! Todo se oía mucho más claro ahora…

Y, de pronto, para Marcos Silencio se llenó de voces, voces de niños, voces de adultos, voces de hombres y de mujeres… De hecho, justo pasó por delante de ellos un chico, y Marcos pudo oír su pensamiento.

-Sara, ¡¡¡funciona!!! Mira, ese niño ha pensado lo mucho que le gustaría acercarse a jugar con nosotros, pero luego ha pensado que seguramente no vamos a querer jugar con él, y en lugar de hablarnos ha pasado de largo… Pues vaya, ¡se ha perdido algo genial! ¡Esto es muy divertido!

Y así estuvieron Marcos y Sara lo que quedaba de tarde, paseando por las calles de Silencio, escuchando los pensamientos de la gente. Se dieron cuenta de que cada uno pensaba en sus cosas, pero no se lo decía a nadie. Y así, desde luego, es imposible entenderse con los demás.

De golpe, Marcos se dio cuenta de que ya se había hecho tarde. Estaba oscureciendo, y empezó a notar lo cansado que estaba. Sus padres estarían preocupados por él… ¿Cómo iba a volver a casa? Se asustó… Oscurecía más… Y estaba cansado, muy cansado. Los ojos se le cerraban solos, le pesaban… No pudo evitarlo y al final los cerró, sólo un ratito…

Y, cuando los abrió otra vez, se encontró a sí mismo con la cabeza entre los brazos, recostado en su escritorio, y con el cuaderno de matemáticas aplastado debajo de la cara. Levantó rapidísimo la vista para mirar por la ventana, pero Sara ya no estaba sentada en el bordillo de la acera, ni tampoco estaba su bicicleta morada. Marcos ya no sabía si la vio de verdad, o la imaginó… o tal vez sólo existió en sus sueños.

Fuera como fuera, lo que sí sabía es que esa tarde había aprendido algo muy, muy grande: la importancia del diálogo. Es decir, la importancia de no callarnos, la necesidad que tenemos todas las personas de expresar a los demás lo que pensamos, lo que sentimos en cada momento, nuestras ideas, nuestras opiniones y nuestros valores.

Sin diálogo es imposible llegar a un acuerdo. Nosotros no tenemos ningún audífono mágico: ¡Mala suerte! Así que no podemos adivinar los pensamientos de nadie, ni los demás los nuestros. La única forma que tenemos de saberlos, y, por tanto, de entendernos, es comunicándolos.

Así que recuerda: hablar las cosas es muy importante. Cuando algo te de vueltas en la cabeza, acuérdate de lo tristes y serios que viven los habitantes de Silencio… y encuentra a una persona adecuada para contárselo.

Si alguien te ha molestado y te has enfadado, ¡díselo!, siempre de buenas maneras. Si llegas a casa triste o de mal humor porque te han reñido en el colegio, en lugar de fastidiar a tu hermano pequeño, cuéntaselo a mamá o a papá.


Si alguien dice algo que no te parece bien o que no ves justo, da tu opinión, y que el otro dé la suya. Todos tenemos nuestra forma de pensar y una explicación para las cosas que hacemos. Si lo hablamos, es decir, si dialogamos, todo se vuelve mucho más fácil.

Y ahora que Marcos sabe todo esto, no dejará de intentar volver a soñar con Silencio, si es que lo había soñado… para contarle a Sara y a todos los habitantes de su pueblo la importancia del diálogo, ¡y que por fin recuperen sus sonrisas!


Estefanía Mónaco Gerónimo

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