En aquella aldea vivía un cazador llamado Ogaloussa con su esposa y muchos hijos. Una mañana, Ogaloussa descolgó su arma y fue al bosque a cazar. Su mujer y los niños salieron a cuidar de los campos y a conducir el ganado hasta el prado. Transcurrió la jornada, y cenaron pescado y mandioca. Llegó la noche, pero Ogaloussa aún no había regresado.
Transcurrió otro día, y ni rastro de Ogaloussa. Todos hablaban de ello y se preguntaban qué le pudo haber entretenido. Pasó una semana y luego un mes. De vez en cuando, los hijos de Ogaloussa preguntaban por qué no regresaba a casa su padre. Entretanto, la familia cuidaba la cosecha y los hijos mayores salían a cazar, y llegó el día en que nunca más se volvió a hablar de la desaparición de Ogaloussa.
La esposa de Ogaloussa dio a luz otro hijo, al que llamaron Puli. Puli creció, se hizo mayor, empezó a sentarse y a gatear, y un día empezó a hablar, y lo primero que dijo fue: “¿Donde está mi padre?”.
Los demás hijos otearon el horizonte a través de los arrozales. “Sí”, dijo uno de ellos. “¿Donde está papá?” “Debería de haber vuelto hace años”, comentó otro. “Debe de haberle ocurrido algo. Tendríamos que salir en su búsqueda”, intervino un tercero. “Fue a la selva, pero ¿donde lo encontraremos?”, preguntó otro. “Yo lo vi marchar”, dijo uno de ellos. “Se fue en esa dirección, cruzando el río. sigamos su rastro.”
Así fue como los hijos cogieron sus armas y empezaron a buscar a Ogaloussa. Cuando estaban en la espesura de la selva, entre los grandes arboles y las lianas, perdieron el rastro. Buscaron y buscaron por la selva hasta que uno de ellos volvió a encontrarlo. Lo siguieron hasta que lo perdieron por segunda vez, y otro hijo volvió a encontrarlo. En la selva reinaba la oscuridad y se perdían muchas veces. Pero siempre había alguien que conseguía encontrar el camino. Por fin, llegaron a un claro, y allí en el suelo yacían dispersos los huesos y las armas de Ogaloussa. Había muerto durante la cacería.
Uno de los hijos dio un paso al frente y dijo: “Yo sé recomponer los huesos de un difunto”. Los recogió y fue colocando, uno a uno, en su lugar. Otro dijo: “Yo sé cubrir el esqueleto con tendones, nervios y carne”. Puso manos a la obra y recubrió los huesos de Ogaloussa de carne. Un tercer hijo dijo: “Yo tengo el poder de inyectar sangre en un cuerpo”. inyectó sangre en las venas de Ogaloussa y luego se apartó. Otro hijo dijo: “Yo puedo dar respiración a un cuerpo”. Hizo su trabajo y todos pudieron ver que el pecho de Ogaloussa subía y bajaba. Estaba respirando. “Pues yo puedo conferir la capacidad de movimiento a un cuerpo”, dijo otro, otorgando al cuerpo de su padre la capacidad del movimiento. Entonces, Ogaloussa se sentó y abrió los ojos. “Yo puedo darle la capacidad del habla”, dijo otro hijo. Y así lo hizo. Ogaloussa miró a su alrededor y se puso en pie. “¿Dónde están mis armas?”, preguntó. Los hijos recogieron las armas oxidadas de la hierba y se las dieron.
Luego deshicieron el camino andado, a través de la selva y de los arrozales, hasta llegar al poblado. Ogaloussa entró en su choza. Su esposa le preparó un baño y se lavó. Permaneció en casa durante cuatro días, y el quinto salió y se afeitó la cabeza, pues eso es lo que hacía la gente cuando regresaba del mundo de la muerte.
A continuación, mató una vaca para organizar un gran festín. Cogió la cola, la trenzó y la adornó con cuentas, conchas de cauri y fragmentos brillantes de metal. Era preciosa. Ogaloussa solía llevarla a todos los actos importantes. Cuando había una danza o una ceremonia oficial siempre la llevaba consigo. En la aldea, la gente decía que era el postizo de cola de vaca más bonito que habían visto jamás.
Pronto hubo una celebración en el poblado para festejar el regreso de Ogaloussa del mundo de la muerte. La gente se vistió con sus mejores túnicas, los músicos llevaron sus instrumentos y se organizó una gran danza. Los tambores retumbaban y las mujeres cantaban. El vino de palma corría en abundancia. Todos eran felices.
Ogaloussa llevaba su admiradísimo postizo de cola de vaca. Algunos hombres se dirigieron a Ogaloussa y le pidieron el postizo, pero él se negaba reiteradamente y no lo soltaba de la mano. Poco a poco, el clamor y la confusión fue en aumento; cada vez era mayor el número de personas que se lo pedían, incluyendo las mujeres y los niños. pero Ogaloussa los rechazó a todos.
Por fin, se levantó para hablar. La danza cesó y todos se acercaron para oírle. “Hace mucho tiempo fui a la selva”, empezó diciendo. “Mientras estaba cazando, un leopardo me mató. Luego vinieron mis hijos y me trajeron de vuelta a mi aldea desde el mundo de la muerte. Le daré este postizo de cola de vaca a uno de ellos. Todos han hecho algo para devolverme a la vida, pero sólo tengo una cola de vaca que ofrecer, y se la daré al que hizo más para traerme a casa."
De inmediato se inició una discusión. “¡Me la dará a mí!”, dijo uno de sus hijos. “¡Yo fui quien hice más, pues encontré el rastro en la selva cuando nos habíamos perdido!” “¡No, me la dará a mí!”, replicó otro. ¡Yo fui quien recompuse sus huesos!” “Pero yo los recubrí de tendones, nervios y carne!”, intervino otro. “¡Soy el que más se la merece!” “¿Olvidáis que fui yo quien le concedí la capacidad de movimiento?” dijo otro hijo. “¡La merezco yo!” Otro dijo que era él quien debía quedarse con el postizo de cola de vaca, pues le había inyectado sangre en las venas, y otro reivindico el trofeo por haberle otorgado la respiración. Cada uno de los hijos reclamaba su derecho a poseer la maravillosa cola de vaca.
Al rato, no solo los hijos, sino también toda la gente de la aldea estaba hablando. Algunos decían que el hijo que había inyectado la sangre en las venas de Ogaloussa debía quedarse con el premio. Otros pensaban que todos los hijos tenían el mismo derecho, pues habían hecho cosas importantes, y que por lo tanto debían compartirla. Y discutieron, discutieron y discutieron hasta que Ogaloussa impuso silencio.
“Le daré la cola de vaca a este hijo, pues casi todo se lo debo a él”, dijo Ogaloussa. Dio unos pasos, se inclinó y se la entregó a Puli, el pequeño que había nacido mientras él estaba en la selva. La gente recordó cuáles habían sido las primeras palabras del niño: “¿donde está mi padre?”, y comprendieron que Ogaloussa tenía razón.
De ahí que circule un proverbio entre ellos según el cual un hombre no está realmente muerto hasta que todos se han olvidado de él.
Harold Courlander y George Herzog
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