5 oct 2013

La magia


Estaba cansado de mirar por la tele y ver un montón de cosas a mi alrededor que no me gustaban. Eran motivo de conversación en muchas ocasiones, me quejaba del mundo, pero me sentía cómodo sentado en el sillón, sin hacer nada.

Aquel verano me di cuenta de que necesitaba algo distinto, hacer algo que no fuera lo de siempre. Quería irme lejos. Así que decidí viajar a Brasilia, capital de Brasil.

Cuando llegué, me dirigí hacia uno de los barrios periféricos de Brasilia. Me detuve a descansar, me senté en el bordillo a la sombra de un gigantesco árbol, aproveché para mirar y contemplar lo que me rodeaba.

De repente apareció en escena un pequeño perro callejero, con el rostro triste y el rabo entre las patas. Atravesó la calle y se paró al llegar a la sombra. Me observaba desde una distancia prudente mientras se rascaba las pulgas. Le silbe y le hice un gesto para que se acercara, pero permanecía igual, quieto parado, por más que lo llamaba el perro no reaccionaba.

Al caer la tarde, se llenó aquel lugar de niños. Niños que vivían en la calle. Se encontraban tristes. Sus rostros reflejaban temor, sabían bien que significaba el poder del miedo. También conocían el egoísmo. Lo contemplaban a diario y lo sufrían en su corazón y en su estómago. Sus miradas esperaban que alguien, quien fuese, les dijera: “Venid, esto no es más que una pesadilla”, y les ofreciera un mundo un poquito mejor.

De pronto apareció un niño pequeño, menudo, de unos siete años aproximadamente, se acercó y se sentó a mi lado, me miró y me preguntó: "¿Quieres que haga magia?"


Me quedé extrañado de la pregunta. Yo conozco la magia de los sombreros de copa, los conejos y las cartas; me intrigaba que tipo de truco haría aquel chaval, e inmediatamente contesté: "Sí, adelante, haz magia."

El muchacho sacó de uno de sus raídos bolsillos un pañuelo, lo abrió y apareció un pequeño trozo de cal, una especie de tiza. "Mira, es una piedra mágica." Dijo al tiempo que se agachaba.

Dibujó un hueso en el suelo con la tiza y silbó al perro, que yo no conseguí atraer. Para mi asombro, el cachorro se levantó, movió la cola, vino corriendo y se puso a dar brincos y saltos de alegría alrededor del hueso. Me quedé sorprendido, por un momento creí estar soñando, pero no, estaba bien despierto.

El muchacho volvió a sentarse y al rato me pregunto: "¿Quieres que vuelva a hacer magia?" "Sí." Contesté sin pensarlo.

De nuevo se puso a dibujar con la tiza en el suelo, esta vez hizo varios cuadrados. Al mismo tiempo que dibujaba iban acercándose los niños. De pronto, cual sería mi sorpresa cuando aquellos chicos que tenían hambre y miedo, empezaron a correr y a saltar encima de los cuadrados. Reían al tiempo que sus caras se llenaron de sonrisas, incluso alguno lloraba de la risa.

El muchacho me miró y dijo: "Para hacer magia sólo hay que saber dibujar." Sonrió y se puso a jugar con sus compañeros.

Yo pensé: “Si tuviera un trozo de tiza mágica, me lo llevaría a Madrid, dibujaría un montón de cosas y cambiaría muchas cosas que no me gustan”.

Así que, levantándome, me acerqué al chico de la tiza y le dije: "Te compro un trozo de piedra mágica". "No" contestó , "la magia ni se compra ni se vende". Partió un trozo y dijo mientras me lo daba: "La magia existe y se da. Sólo hay que saber dibujar. Es necesario saber qué es lo que necesitan los otros. Si se lo das o le ayudas a conseguirlo, la magia aparece".

Regresé a Madrid y desde entonces busco dibujantes que pinten un mundo nuevo. Yo lo intento todas las noches, pero no sucede, el mundo no se transforma. He descubierto cuál es la causa:

No es que la tiza no sea mágica, es que yo soy un mal dibujante.


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